La Realidad Cotidiana en la Historia del Arte /06


Análisis de la representación de lo cotidiano
con una orientación progresiva hacia
el entorno edificado, lo intrascendente
y su abstracción.








La Revolución Francesa, iniciada en 1789, no sólo marca un límite entre una época y otra por los cambios políticos, económicos y sociales que produjo, además, supuso el comienzo de la realización de una utopía que llega hasta nuestros días. La promulgación revolucionaria “Libertad, Igualdad y Fraternidad” hizo arrancar una etapa insólita en la historia de la humanidad, con un modo distinto de concebir el mundo que nos rodea y nuestro papel en el interior del mismo.
Acontecimientos no menos significativos que siguieron a esta Revolución, como la conquista de Europa emprendida por el auto-proclamado emperador Bonaparte, el desarrollo de la industria en Gran Bretaña y la consolidación de los Estados Unidos de América, situaron a los intelectuales europeos frente a un escenario desconocido hasta el momento. Una generación de artistas plásticos, músicos, filósofos y poetas, se encontró ante la difícil, pero privilegiada, situación de interpretar con sus propios medios el ocaso de un mundo y el nacimiento de una nueva era, la era Contemporánea.
Con un marcado individualismo de todos los creadores novocentistas, en la pintura se relevan varias corrientes con una única variación temática. Bajo la estética de la Antigüedad ya conocida, en las obras neoclásicas de principios de siglo se advierte la tensión reinante en ese periodo de transición. Pronto, el arte encontrará una expresión propia de su tiempo, rompiendo para siempre con toda norma academicista y dando rienda suelta a los sentimientos. El Romanticismo representó todas las huidas posibles del desencantado mundo occidental; en unos casos temporales (hacia el pasado medieval) y espaciales (hacia el exotismo de territorios lejanos); en otros, espirituales (bien hacia mundos extrasensoriales y ocultos o hacia mundos interiores y oníricos). La huida introspectiva de pueblos enteros, que sobresaltó el fervor nacionalista tras la derrota de Napoleón, también formó parte de la iconografía romántica.
A medida que la ciencia se iba desarrollando y desempeñando un papel predominante, se fueron agotando los antiguos mitos de la fantasía romántica y la realidad objetiva se reveló de imperiosa necesidad.
El Realismo, surgido en Francia, rescató el sentido naturalista del arte que el clasicismo y el romanticismo habían desterrado. Se asumió la realidad actual como tema digno de representación prescindiendo de un embellecimiento idealista, sin correcciones, tratando los temas de la vida contemporánea e introduciendo como intérpretes a todas las clases sociales, preferentemente a las siempre desheredadas. La sensibilidad subjetiva legada por el romanticismo se muestra ahora en la sinceridad de cada artista ante la naturaleza, con absoluta libertad en la elección del motivo a reproducir.
París se convirtió entonces en el centro del arte internacional. A la capital peregrinaban los artistas en busca de inspiración tal como lo hicieran siglos antes a las ciudades italianas. Los pintores autóctonos fueron los que demostraron mayor valentía y temple moral al llevar al lienzo esta impopular corriente democratizadora.


Honoré Daumier (1810– 1879), hombre liberal, de izquierdas y luchador implacable contra la burguesía reaccionaria, se convirtió, con su pintura en el desmitificador de la sociedad francesa de su tiempo. Fue terriblemente cáustico y mordaz con las clases adineradas y tiernamente dramático con las humildes, a quienes representó en sus actividades cotidianas; como en “La Lavandera”, de 1863, a la izquierda; o en la resignación con la que afrontaban su malestar como en el óleo “El Vagón de Tercera Clase”, de 1862, debajo. En esta pintura no hay nada místico ni forzadamente patético, sólo una penosa realidad que es presentada sin alegorías ni sobreentendidos. El simple hecho de su exhibición la convierte en denuncia social.



Por su parte, Jean-François Millet (1814-1875) pareció ignorar el problema social y se refugió en un arte que, partiendo de la naturaleza, buscó la calma y el silencio de los bosques y campos, donde situó al trabajador como héroe moral sometido al destino. Recreando la realidad en el campo omitió la diversificada iconografía que brindaba el ámbito urbano, claro representante de la era contemporánea.
En “Las Espigadoras” (debajo), de 1857, Millet trata de una forma romántica y llena de solemnidad la fatiga del trabajo en los campos de trigo. El artista unifica así los dos estilos pictóricos predominantes en su tiempo.


Por encima de Daumier y de Millet, Gustave Courbet (1819-1877) encarnó, mejor que ningún otro artista de su época, el espíritu realista de esta generación; realismo como lenguaje, como actitud y como técnica. El pintor decidió ser “testigo de su tiempo” y participar activamente en la conciencia social que intentaba barrer al sistema económico capitalista y burgués establecido, injustamente opresivo para la clase popular y trabajadora. Courbet era un hombre del pueblo y para él trabajó de forma directa. Cuando se le tildaba de socialista, Courbet respondía: “Acepto con gusto esta denominación. Yo soy, no solamente socialista, sino demócrata y republicano, en una palabra, partidario de toda revolución; y, por encima de todo, realista... porque ser realista significa ser amigo sincero de la auténtica verdad” Su arte fue una verdadera profesión de fe del realismo, arremetiendo contra los convencionales arquetipos tanto del clasicismo como del romanticismo, levantando la bandera del único arte dispuesto a ponerse al servicio y al nivel del hombre.


Los temas acometidos por Courbet eran de lo más variopintos: “Os aseguro que yo miro a un hombre con el mismo interés que a un caballo, a un árbol o a cualquier otro objeto de la naturaleza. A mí me da exactamente igual situarme en un sitio o en otro, porque cualquier sitio es bueno con tal de que mis ojos puedan contemplar la realidad”; siempre temas triviales y negándoles la idealización academicista a sus formas: “El fondo del realismo es la negación total.”


“Negando el ideal, y todo lo que le sigue, yo llego a la plena emancipación del individuo, y finalmente a la democracia. El realismo es, por esencia, el arte democrático.” Los sagrados monumentos levantados a la belleza y al ideal, que tan airosamente habían resistido al tiempo y a la progresión de estilos, se veían ahora amenazados por este supuesto culto a la fealdad y la banalidad.


Courbet rehusó ilustrar sus cuadros con motivos que no conocía o no existían —“Mostradme un ángel y yo pintaré uno”—. Pintó la realidad de su entorno más inmediato, y no exageraba cuando decía que todo lo que veía era merecedor de protagonizar una pintura, como se puede advertir en las imágenes de la página anterior. En estas pinturas, que forman parte de la obra menos divulgada del autor, la puerta de una humilde casa, unas vacas o un único roble reemplazan con eficacia a la figura humana, al paisaje y a todo lo que antes se consideró propiamente bello o sublime. Como es lógico, estos originales planteamientos provocaron numerosas y despiadadas críticas, aunque nunca lograron desanimarle.



El realismo lo consiguió en ocasiones retratando a sus paisanos; aldeanos que jamás se hubieran imaginado posando en calidad de protagonistas de un cuadro de inspiración costumbrista, como en “Entierro en Ornans” (encabezando la página anterior), pintado por Courbet entre 1849 y 1850, asegurando que bien podía simbolizar el entierro del romanticismo. En las escenas de género de los maestros holandeses ya aparecían representadas personas anónimas, aunque tales representaciones se limitaban a cuadros de pequeño formato. Las increíbles proporciones de la tela de Courbet fue lo que suscitó la polémica y el rechazo de público y críticos. En otros casos, mostró sin elocuencias los aspectos más cotidianos de la muerte, en contraposición a las melodramáticas escenas de la pintura romántica, como en “Vistiendo a la Muchacha Muerta (Vistiendo a la Novia)”, encabezando este párrafo.



La esclavitud y dureza del trabajo manual no era algo exclusivo del gremio de los agricultores. “Los Picapedreros” (arriba), de 1849 (destruida durante la Segunda Guerra Mundial), y “Las Cribadoras de Grano” (al lado), de 1855, fueron realizados por Courbet con absoluta objetividad, en abierta polémica con el misticismo romántico que proponía Jean Millet.

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