La Realidad Cotidiana en la Historia del Arte /04


Análisis de la representación de lo cotidiano
con una orientación progresiva hacia
el entorno edificado, lo intrascendente
y su abstracción






Durante los siglos III y IV d.C. el Imperio Romano sufrió una aguda crisis político-económica a la que, inevitablemente, se unió una latente inestabilidad social.

En el ámbito cultural se registró un creciente alejamiento de los cánones clásicos, viéndose propiciadas otras tendencias populares y plebeyas dominadas por el espiritualismo.
La incertidumbre de la vida diaria hizo que el pensamiento del hombre de aquella época se centrara en la idea del Más Allá, anhelando una existencia mejor y alejándose del mundo real. Sobre este terreno tan fértil nace el cristianismo, se desarrolla y se afianza como única religión, auspiciado inicialmente por minorías intelectuales de la clase patricia y por la comunidad esclava que cree esperanzada en un dios redentor, justo y piadoso, para el que todos los hombres son iguales.
Las continuas invasiones y saqueos por parte de los pueblos germánicos acabaron finalmente con el Imperio Romano y enterraron la cultura y el esplendor de la civilización urbana por más de diez siglos. La inseguridad en las ciudades provocó el éxodo del poder político con la consiguiente descomposición de las clases urbanas, la disminución del artesanado y la decadencia del comercio en general.
La población se traslada a los centros de producción, en torno a los grandes propietarios rurales. Así, todos los avances progresistas que las grandes civilizaciones habían conseguido cayeron en el olvido y la sociedad volvió a ser eminentemente rural, basada en una economía de mera subsistencia. Es sólo el comienzo de lo que sería la Edad Media, también llamada “Edad de las Tinieblas”, cuando la Iglesia se convierte en la depositaria de todas las formas culturales que, en adelante, estarán única y exclusivamente al servicio del cristianismo. Las autoridades eclesiásticas sometieron al pensamiento clásico a un severo proceso de censura, manipulación y deformación, plagiando descaradamente cuando convenía, reproduciendo citas fuera de contexto y variando sus autores o su verdadera cronología con el fin de reforzar su doctrina.
El intrínseco carácter irracional de la religión cristiana favoreció el contenido simbólico de un arte que ya no mantenía como elemento prioritario la relación formal con el espectador, sino que pretendía ir muchísimo más allá de lo visible y real.
El arte Paleocristiano, como el arte medieval en lo sucesivo, mostró cierto desdén por el mundo exterior, reduciendo su iconografía a la evocación de la gloria de Dios, temas del Antiguo o Nuevo Testamento, así como imágenes de Cristo, María, los apóstoles y demás santos que con su vida ejemplificaban el camino que el fiel debía seguir. Se puede decir que en el largo proceso de consolidación del cristianismo en el Occidente europeo, toda su didáctica imaginería apocalíptica fue de mayor importancia para la captación de fieles que cualquiera de sus sagrados textos, en el marco de una sociedad prácticamente analfabeta.
La pintura en tabla o muro apenas si nos ha dejado muestras de la realidad medieval, sin embargo, se puede encontrar un reducido e idealizado muestrario de usos y costumbres medievales en los llamados “manuscritos iluminados”. Como indica la palabra manuscrito, del latín manus y scriptum, se trataba de los primeros libros (códices) hechos y escritos a mano. Iluminados hace referencia a las miniaturas que “iluminaban” los textos, copiados en el scriptorium de los monasterios como tarea cotidiana de muchos monjes.


El largo proceso de elaboración de un manuscrito iluminado comenzaba con la preparación de las pieles, bien de vaca, de oveja o cabra, para convertirlas en páginas de pergamino (de mayor calidad que el anterior papiro). La piel era estirada, secada, afeitada y alisada con piedra pómez, para después blanquearla con creta.
A la izquierda, un fabricante de pergaminos muestra su mercancía a un monje, quien comprueba que no tenga agujeros. Esta miniatura muestra a su vez el marco utilizado para secar las pieles y el cuchillo para rasurarlas.

Una vez que los pliegos de pergamino eran cortados al tamaño elegido para formar las páginas del códice, se marcaban con pequeñas perforaciones a lo largo de ambos márgenes. Usando estas señales como guías, se dibujaban unas líneas para establecer la distribución del texto y las pinturas.
En esta imagen, un encuadernador usa una regla y un cuchillo para ajustar el tamaño de las hojas de pergamino. Los escribas pudieron prescindir de este trabajo tan cotidiano a finales del siglo XIII, cuan- do hojas de pergamino listas para usar se comenzaron a comprar por cajas.

Un escriba copiaba textos de un manuscrito anterior, dejando huecos para las ilustraciones y letras capitales con las que el iluminador resaltaba la historia.
La imagen de la izquierda muestra a un escriba trabajando en un manuscrito con un tintero, una pluma de ave y un cuchillo. El cuchillo se utilizaba para afilar la punta de la pluma y, si era necesario, para corregir errores.


Las pinturas que se usaban eran una mezcla de pigmentos naturales con un aglutinador añadido, generalmente gelatina o huevo, que daba brillo a los colores.
Su trabajo era fatigoso, quejándose algunos del frío que pasaban en el scriptorium o de cómo se solía helar la tinta con la que escribían. La dureza del trabajo la resumen a la perfección las palabras que apuntó algún iluminador: “...oscurece la vista, le encorva a uno, hunde el pecho y el vientre, perjudica a los riñones... Por eso, lector, vuelve con dulzura sus páginas y no pongas los dedos sobre las letras”.
Arriba, un ilustrador trabajando en una miniatura, donde el pulso podía fallar.
La última fase del proceso era lo que podríamos llamar una encuadernación rústica. Las páginas se cosían entre sí y se les aplicaba una cubierta, a veces adornada con incrustaciones de piedras preciosas y esmaltes, dando forma final al libro.
El tipo de libro más popular era el “Libro de Horas”, utilizado para rezar en privado. Contenía oraciones, salmos, escritos bíblicos y un calendario, acompañado todo de ilustraciones que embellecían la lectura a la vez que favorecían la reflexión espiritual.
Debajo, un clérigo entrega a unas damas de la nobleza el Libro de Horas que había sido encargado.
















Los calendarios en los Libros de Horas solían ir ilustrados con escenas de la vida cotidiana, como las tareas del campo. Los campesinos eran quienes mantenían, mediante el fruto de su trabajo, a las clases no productivas que formaban la cúspide de la sociedad feudal. Sobre estas líneas, en la página correspondiente al mes de septiembre de un Libro de Horas del duque de Berry se ilustra una escena de vendimia. En octubre, arriba a la derecha, unos campesinos labran y siembran la tierra, con el Palacio del Louvre de Paris al fondo.
A la derecha, diciembre en otro Libro de Horas francés con ilustración del trabajo de un panadero. El pan sería la base alimenticia de las clases populares, constituyendo el 70% de su deficiente nutrición diaria. Los alimentos que acompañaban al pan se denominaban “companagium”.


En las pantagruélicas comilonas aristocráticas la base del menú era la carne bien condimentada. Las especias eran muy apreciadas por su carácter digestivo y afrodisíaco. En la era medieval se perdió la costumbre romana de comer recostados sobre un codo, como se puede observar en la pintura que encabeza la página. Al ubicarse alrededor de la mesa se facilitó la utilización de los cubiertos, aunque, después de todo, las manos fueran las más utilizadas.

Curiosamente, los hábitos alimenticios de los campesinos medievales no distaban mucho del típico almuerzo en los campos manchegos. Gachas de harina y despojos de cerdo con una rodaja de pan como plato, como bien ilustra esta imagen.
La diferencia entre las clases sociales en el momento de la comida se pone de manifiesto en la escena inferior. Nobles y plebeyos comen juntos tras una jornada de caza.



La caza era probablemente la diversión favorita de la población nobiliaria masculina, al estar también considerada como entrenamiento para la guerra. Además de la caza a caballo con perros, arcos y caza con cuchillo, hacían uso de trampas como la del ciervo en celo atado a unas ramas que, con sus bramidos, atraía a las hembras. Otro tipo de caza era la que tenía a las aves de presa como protagonistas.
Debajo, un grupo de nobles saliendo de caza con halcones, algunos bañistas y segadores al fondo ilustran el mes de agosto en un manuscrito de la Alta Edad Media, “Las Ricas Horas” del duque de Berry.




Otra actividad lúdica muy atrayente en la época era asistir a los torneos entre caballeros. Lo que a éstos les servía para no perder el hábito de la batalla, se convertía en un destacado acontecimiento social de gran espectacularidad. A ellos asistía toda la comunidad. En la imagen, el público más selecto presencia un torneo desde el palco.




Los juegos de mesa, como el backgammon y el ajedrez jugados con dados, ocupaban gran parte de la vida ociosa.
La fama de estos juegos creó gran demanda de códices explicando sus reglas y también fueron objeto de enseñanza en las escuelas monacales.
Otros juegos que se practican actualmente, como el parchís, los bolos o las canicas, ya eran juegos muy populares en la Edad Media.
Arriba, niños aprendiendo a jugar al backgammon. A la derecha, pareja de nobles jugando al ajedrez.



Una vez que se desintegró la cultura romana, la iglesia católica fue la única institución necesitada de libros y literatura. Pasados los oscuros siglos de la Alta Edad Media volvió un cierto interés por la cultura, aunque sin poder encontrarle ninguna utilidad práctica. Los jóvenes pertenecientes a la nobleza recibían clases en los patios o habitaciones de sus castillos, pero su educación se enfocaba básicamente a memorizar y recitar textos sagrados.
El siglo XIII vino acompañado de cierta prosperidad para la Iglesia, que al ver incrementarse su parroquia y las ventas de libros le urgió la necesidad de hombres letrados que aportaran organización e impartieran las enseñanzas cristianas a tantos como fuera posible. Esta circunstancia, unida al singular interés de los monjes dominicos por la literatura, más el conocimiento de la aventajada superioridad educativa de los pueblos árabes, obligó a la creación de las primeras universidades occidentales. En ellas los alumnos se preparaban las licenciaturas dividiendo las materias en dos grupos: el trivium que incluía lingüística, gramática y filosofía, y el quadrivium englobando las matemáticas, la música y la astronomía. Con el tiempo se incorporaron materias tales como la medicina o el derecho, las universidades se fueron especializando en diversos campos y se crearon las becas de estudio para los plebeyos más capaces.
Arriba, jóvenes aristócratas dando una clase particular con sus profesores. A la derecha, alumnos en una universidad germana del siglo XIV. En la miniatura se recrean algunos aspectos anecdóticos, como el de un muchacho dormitando en plena clase.


A las mujeres no les estaba permitido acceder a las universidades, pero, afortunadamente, este hecho no indica que todas fueran iletradas. Algunas mujeres pertenecientes a las clases acomodadas pudieron ser instruidas en el ámbito familiar, mas en ningún momento pudiendo eludir las tareas domésticas que socialmente les habían sido asignadas.
En la imagen izquierda, ilustración de un Libro de Horas donde se muestra a una dama concentrada en su lectura. Debajo, jóvenes nobles hilando en compañía.


No obstante, la mayoría de los saberes tradicionales fueron oralmente transmitidos y perpetuados por la mujer medieval a pesar de los inconvenientes.


Los asuntos relacionados con el nacimiento y la muerte serían exclusivos de mujeres, al igual que el tratamiento de enfermedades, puesto que la medicina oficial tardó en desarrollarse. A la derecha, mujer recogiendo cilantro para preparar tisanas curativas.


En un principio, la Iglesia manifestó cierta tolerancia hacia estas prácticas paganas e intentó cristianizarlas imponiendo el rezo de un credo y un padrenuestro cada vez que se recolectaran estas plantas sanadoras. Tanta benevolencia tocó su fin en el s.XV, cuando parteras, curanderas o sencillamente mujeres que proclamaban sus derechos de libertad de culto y de igualdad con el hombre, fueron perseguidas bajo la acusación de brujería y condenadas a la hoguera.
Bien es cierto que este brutal acoso no era la única arma con que la Iglesia hacia frente al paganismo. Otros métodos más piadosos, pero no menos efectistas, apuntaban al terreno de la publicidad (engañosa o no) tremendamente fructífera en una sociedad tan sugestionable y vulnerable como la medieval.
Algunas de las fórmulas propagandísticas empleadas para captar adeptos fueron la creación de impresionantes templos repletos de oro y valiosas pinturas reclamo, la incitación al culto a los santos, celebraciones litúrgicas y procesiones callejeras.
Arriba, hombres trabajando en la construcción de una iglesia. Bajo estas líneas, una procesión organizada para trasladar las reliquias de un santo.












En todo caso, artificios como el pecado, con sus obligadas ceremonias para redimirlo o evitarlo; penitencias (que supuestamente transferían la maldad al diablo liberando la conciencia), el bautismo y el matrimonio fueron los métodos más eficaces de cristianización de la vida privada.

Arriba, celebración de una boda. Al lado, dos fieles rezando sus penitencias en un templo cristiano. Debajo, bautismo de un muchacho a principios de era.




En cambio, el espacio privado no es el único en definir los aspectos cotidianos de una sociedad o una etapa histórica. Aunque la vida rural se considere típicamente medieval, no debe olvidarse el desarrollo que manifiestan las ciudades a partir del s.XII. Así, la vida urbana también corresponde al Medievo, y el ajetreo de las calles representaba lo cotidiano como lo hace en la actualidad.


A las calles se mostraban los artesanos, trabajando largas jornadas cara al público; numerosos vendedores ambulantes; reparadores de objetos; jornaleros sin trabajo y los recién llegados a la ciudad. En el mismo lugar se podían observar un buen número de espectáculos; como los titiriteros, juglares o desfiles de distinta índole. Prostitutas, mendigos, delincuentes o locos también se exhibían en la vía pública, entre los juegos de los niños. Parece evidente que el bullicio y el colorido debieron ser la nota dominante en las ciudades medievales.


Sobre estas líneas, miniatura de un barrio comercial europeo. Arriba, detalles de una escena de calle en un fresco italiano.














Encabezando el bloque, fresco italiano de Ambrogio Lorenzetti, “El Efecto del Buen Gobierno”, que resume la animación reinante en una próspera ciudad del Medievo tardío como era Siena.
Debajo, detalles donde se aprecia el obligado pago de gabelas al salir de la ciudad y la reparación de un tejado respectivamente. A la derecha, la ciudad en invierno.











En el siglo XV comenzaron a producirse cambios significativos en el terreno político y económico dentro del mundo occidental que, a su vez, provocaron el abandono social de los deteriorados valores medievales. Históricamente, estos cambios marcarían el final de la Edad Media. Son los comienzos del Renacimiento y de la Edad Moderna.

La ocupación de Constantinopla por turcos otomanos en 1453, no sólo frenó el comercio de Europa con Oriente provocando la búsqueda de nuevas rutas, sino que, además, suscitó importantes movimientos migratorios de sus habitantes. Sabios y artistas se afincaron en tierras europeas, principalmente en Italia, trayendo consigo los olvidados conocimientos de las culturas griega y romana que ellos habían conservado durante toda la Edad Media.
Las ciudades-estado italianas, autónomas y con modos de gobierno distintos, experimentan un gran apogeo en estas fechas. En ellas se fraguan las bases del capitalismo, ligado al espíritu de lucro y al individualismo que caracterizan la moral de la época. El feudalismo cae en declive en toda Europa, donde comienzan a surgir las primeras nacionalidades y con ellas el absolutismo de reyes cada vez más poderosos. Esto también afecta a la autoridad de la Iglesia, que pronto recibirá un nuevo golpe con la reforma protestante.
En el plano económico, la agilidad del comercio internacional, gracias a la moneda y a los descubrimientos geográficos, genera riqueza y hostilidades que acentúan las pretensiones políticas de ciudades o países rivales. Las frecuentes guerras coinciden con epidemias y la abundancia de unos genera la miseria de otros. No obstante, el refugio que se busca ya no es tanto espiritual como intelectual.
Realmente, la transformación profunda se produjo en el terreno cultural. El pensamiento filosófico, y en concreto el Humanismo, se puso de moda. Inspirado por los escritos de la Antigüedad grecorromana, con el Humanismo surge el concepto de un hombre universal e individualista que se distingue por sus talentos y su vitalidad. Este hombre de la nueva Edad Moderna se caracteriza también por una gran curiosidad que, no sólo le lleva en busca de continentes, sino igualmente en busca de la verdad científica, enterrando viejos tabúes. El uso de la razón en todos los campos del saber les llevó a la revisión de los textos sagrados, intentando recuperar los originales y eliminando las añadiduras medievales. Incluso se atrevieron a cuestionar la existencia del alma, del más allá y de Dios. Por primera vez se habló de temas como la necesaria conservación y restauración de ruinas como testimonio fundamental de una civilización.
Desde Italia, este movimiento intelectual se disemina rápidamente por toda Europa gracias al desarrollo de la imprenta y la industria papelera, las enseñanzas universitarias y las estrechas relaciones que comienzan a mantener los intelectuales de distintas partes del mapa.
Al resurgimiento de las artes es a lo que propiamente se llama Renacimiento y, en especial, al estilo artístico que evoluciona en Italia en este siglo y que se extiende por Europa hasta finales del siglo XVI, cuando se dará paso a nuevos estilos y valores culturales.
A pesar del marcado individualismo de las creaciones renacentistas, el conocimiento de las ciencias y textos de la Antigüedad clásica lleva a los artistas a estudiar la naturaleza de forma directa. Numerosos bocetos anteceden entonces a la realización de las obras; con estudios anatómicos, de perspectiva y de composición; en busca de la exactitud y la armonía en la representación. No es casualidad que esta inquietud les lleve a desarrollar mecanismos que siembran el precedente de la fotografía.
La influencia griega afecta además a la selección de los temas y se vuelven a representar temas mitológicos. El desnudo, inexistente en los siglos pasados, reaparece, y los temas religiosos son tratados de una manera totalmente nueva. Por otro lado, la influencia de los poderosos favorece la multiplicación de los retratos. Ricamente detallados y haciendo uso del color para dotarlos de mayor expresividad, forman el género más realista.


Retrato renacentista al óleo de un joven caballero en su estudio, pintado por el artista veneciano Lorenzo Lotto en 1527. La serenidad melancólica del rostro queda en armonía con los tonos empleados en este lienzo tan realista, que es, a su vez, retrato y una hermosa naturaleza muerta que insinúa las actividades cotidianas del retratado.

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