La Realidad Cotidiana en la Historia del Arte /07


Análisis de la representación de lo cotidiano
con una orientación progresiva hacia
el entorno edificado, lo intrascendente
y su abstracción






La escuela realista propugnaba una objetividad tan extrema que, solamente la fotografía poseía los medios para superarla.


Esta placa de 1827 parece ser la única que ha perdurado de todas las que expuso Joseph-Nicéphore Niepce (el primero en fijar la imagen directa de la realidad): la vista desde una ventana superior de su casa de campo “Le Gras” en la aldea de Saint-Loup de Varenne. La imagen muestra los marcos de la ventana abierta y las construcciones de la granja. Para la exposición empleó un tiempo de más de ocho horas. La fotografía, aunque todavía no muy práctica, había sido inventada.


Al lado, la copia de otra heliografía (como él las llamó) de la misma época, en la que se muestra una mesa puesta antes de la comida. Un familiar de Niepce la llevó en 1890 a la Sociedad Francesa de Fotografía donde se reprodujo. La placa original de vidrio desapareció poco después de su llegada.

La fotografía, procedimiento químico y óptico para la captación de imágenes de la realidad; que el francés Joseph-Nicéphore Niepce inventara en el primer cuarto del siglo diecinueve; que Louis-Jacques-Mandé Daguerre optimizó y publicó en 1839; y que, en 1841, con el calotipo del inglés Henry Fox Talbot, se convirtiera en el principio del medio comercial que hoy conocemos; fue desbancando poco a poco al dibujo y al grabado en la divulgación científica o en la reproducción de obras de arte, y a las miniaturas pintadas de la retratística popular.









Arriba, el papel negativo más antiguo que se conserva. “Ventana Oriel” de 1835, expuesto en la residencia del fotógrafo F. Talbot.

Sobre estas líneas, “Lace” (encaje). En 1845, Henry Fox Talbot (1800-1877) produjo el primer fotograma colocando este encaje sobre papel sensible y exponiéndolo a la luz del sol.
Debajo, “La Puerta Abierta” y, en la página siguiente, “El Pajar”. Estos calotipos formaron parte del libro ilustrado “El Lápiz de la Naturaleza” de Talbot, publicado entre 1844 y 1846.



El libro registraba — escribió el autor — “parte de los primitivos comienzos de un nuevo arte, antes del periodo, que confiamos esté próximo, en que sea llevado a su madurez con la ayuda del talento británico.” Sobre estas dos imágenes de 1843, Talbot comentó: “Tenemos suficiente fundamento en la escuela flamenca de pintura para elegir como temas de representación escenas de la vida cotidiana y familiar. Los ojos del pintor pueden con frecuencia quedar conmovidos donde la gente normal no vea nada notable. Un casual rayo de sol, o una sombra que se atraviesa en su camino, o un roble marcado por los años, o una piedra cubierta por el musgo, pueden despertar una corriente de ideas y sentimientos, de imaginaciones pictóricas.”
Talbot, al igual que todo aquel que se sitúa detrás de una cámara, aprendió a mirar, a valorar la variedad de imágenes que la realidad cotidiana le ofrecía. Sus comentarios no distaban mucho de los principios de la escuela realista nacida en Francia pocos años después. A decir verdad, las imágenes fotográficas pudieron ser la principal inspiración del realismo, y en general, las responsables de la democratización del arte, por lo que Gustave Courbet y todos los realistas tanto clamaban.
A pesar de que estas ideas eran el augurio del arte que estaba por venir, los primeros fotógrafos no tuvieron mucho interés en las banalidades del día a día.
El retrato era el tipo de fotografía con mayor demanda, pero el tiempo de exposición que necesitaban las primeras placas lo convertía en un largo suplicio. Ésto no suponía ningún obstáculo al registrar imágenes inanimadas, como las ofrecidas en las vistas panorámicas de ciudades o bulevares, monumentos, catedrales y otros edificios de interés.


A la izquierda, “Bulevar Parisino”, de 1839, por Louis-Jacques-Mandé Daguerre (1789-1851). Debajo, “Casa John Knox Antes de su Restauración”. Un calotipo tomado en 1845 por los escoceses David Octavius Hill y Robert Adamson, que trabajaron juntos desde 1843 hasta la muerte del segundo en 1848.



El fotógrafo inglés Roger Fenton (1819-1869) también tuvo problemas con el tiempo de exposición. Aunque fue uno de los precursores del reportaje de guerra, a Fenton le resultó imposible registrar la acción de los combates en la campaña de Crimea. A la derecha, “Un Día Tranquilo en la Batería de Mortar”, en 1855.



Fenton se tuvo que olvidar de hechos extraordinarios y conformarse con fotografiar en los campos de batalla cuando ésta ya había terminado, o bien, con retratos de generales, días tranquilos como en la imagen superior o pueblos de los alrededores, como en la imagen de la izquierda. La fotografía “Cabañas en Balaklava” fue tomada mientras transcurría la guerra de Crimea.





Aunque muchos pintores vieron en la fotografía una amenaza que acabaría con su medio de subsistencia, otros supieron aprovecharla en su beneficio, usándola a modo de consulta o como boceto de sus pinturas realistas. Algunos pintores se convirtieron simultáneamente en fotógrafos, como fue el caso de Charles Négre.



En la imagen anterior, “Los Deshollinadores en Marcha”, fotografía tomada por Négre en 1851 para el esbozo de una pintura. En dicha imagen se pueden advertir las mejoras que habían experimentado los obturadores y la sensibilidad de los soportes.
A la izquierda, “Prensas de Aceite en una Calle de Grasse”. Otra fotografía del pintor y fotógrafo francés Charles Négre (1820-1880) realizada en el año 1852, donde muestra aspectos de su pueblo natal.

El uso de fotografías por parte de los pintores realistas estaba muy generalizado, llegando muchos de ellos a copiarlas completamente e incluso a proyectarlas sobre el lienzo o pintar sobre las mismas. Es cierto que aumentó la producción artística con la aparición de la fotografía, sin embargo, gran parte de ésta resultaba bastante mediocre y falta de ingenio.
Eugène Delacroix, pintor que acogió la fotografía con gran entusiasmo, criticaba a los artistas que, en lugar de usar el daguerrotipo como una especie de diccionario de consulta, lo convertían en el cuadro mismo: “Estos artistas piensan que se acercan más a la naturaleza cuando, con gran esfuerzo, consiguen que su pintura no eche a perder el resultado que han conseguido mecánicamente en primer lugar. [...] La consecuencia es que su obra es una simple copia, necesariamente fría, de una copia, que a su vez, es imperfecta (refiriéndose a las aberraciones tonales de los materiales sensibles y a las distorsiones que producían las lentes fotográficas). El artista — concretaba Delacroix —, se convierte en una máquina enjaezada a otra máquina.”
Edgar Degas, entre el realismo y el impresionismo, utilizó el lenguaje fotográfico y sus aberraciones conscientemente y con magníficos resultados, como se ve en “Despacho de Comerciantes de Algodón en Nueva Orleáns”, de 1873.
Hasta entonces, se había pensado que el fin del arte debía ser la representación de la naturaleza. El gran artista sería aquel que con mayor exactitud se aproximara a dicho objetivo.







Ante un medio mecánico capaz de producir una imagen idéntica a la naturaleza, el concepto que se tenía del arte tendría que ser revisado de nuevo. Se apeló a la inventiva, al idealismo, a la subjetividad emotiva del artista, rechazando el excesivo verismo del que hacían gala los pintores realistas y, por supuesto, condenando las pretensiones de la fotografía de convertirse en una bella arte.
El crítico de arte francés Étienne-Jean Delécluze se quejaba de que: “El gusto por el naturalismo (entendiéndolo como sinónimo de realismo) es perjudicial para el arte serio. Debiera decirse que, la presión, implacablemente creciente, que ha ejercido el naturalismo en estos últimos años, insistiendo en que las artes se vuelvan pura imitación, se debe a una fuerza científica que, en acción, es funesta: esta es la fotografía, con la cual los artistas ya no tienen más remedio que contar.
El intelecto y el ojo del pintor naturalista — prosigue Delécluze — se transforman en una especie de daguerrotipo que, sin voluntad, sin gusto, sin conciencia, se deja subyugar por el aspecto de las cosas, sean lo que sean, y registra mecánicamente sus imágenes. El artista, el hombre, renuncia a sí mismo; se convierte en mero instrumento, se aplana hasta volverse espejo, y su principal distinción consiste en ser perfectamente uniforme y en recibir un buen acabado liso y reluciente. Esta forma salvaje de pintar — concluye el crítico — da por resultado un arte degradado y rebajado [...].”
Antes de que finalizara el siglo XIX la pintura tendría que reaccionar a estos planteamientos.
En 1874 el fotógrafo Félix Nadar alberga en su propio estudio parisino una muestra de pintura organizada por Edgar Degas. Esta fecha no establece el principio de una nueva corriente pictórica, que llevaba ya varios años forjándose en el fructífero ambiente cultural de París, sino que señala de modo oficial la primera exposición colectiva de un grupo de artistas unidos por la amistad, la colaboración y por ideales comunes. Sin pretender formar un verdadero movimiento, se reconocen, a modo de broma, en una definición que, a propósito de un cuadro de Claude Monet, un crítico había formulado con intención difamatoria: “impresionistas”.
Estos pintores eran los descendientes de una larga tradición de naturalismo que culminaba en el concepto absolutista del realismo, pero, antagónicamente, heredaron a la vez un legado de cinismo ante todo cuanto fuese arte imitativo. En su concepto de lo que debía ser la pintura en aquel tiempo, resulta innegable el influyente papel que representó la fotografía. La evidente necesidad de expresión personal en el arte aumentó en proporción al desarrollo del medio fotográfico y su aplicación a la pintura.
Intentando reconciliar verdad y poesía, el término “impresionismo” hace referencia a la capacidad para captar con vivacidad, mediante la luz del color, las impresiones que la vida cotidiana y la naturaleza ofrecen a la sensibilidad. Además, guarda relación directa con la placa “impresionada” por la luz sobre la que se fija la imagen. El intenso contraste en las zonas de luz y sombra, que recuerda al de las primeras emulsiones fotosensibles; el desdibujamiento de los contornos, al igual que en las fotografías de movimiento; las acciones que parecen congeladas por la fotografía instantánea, que en aquel entonces comenzaba a hacerse posible; la distribución descentralizada de las figuras, cortadas en ocasiones por el marco; los puntos de vista elevados, que se habían visto en fotografías y raramente en la historia del arte; y la insistencia exacerbada en la importancia del color, que acentuaba las limitaciones de la fotografía monocromática, son todas características del estilo impresionista.
Debajo, “Plaza de la Concordia”, de Edgar Degas, 1875-1876. Este óleo que muestra a unos viandantes por una conocida plaza de París es un ejemplo del gusto que tenían los pintores impresionistas por retratar aspectos de la vida cotidiana y por los encuadres fotográficos.


Pero la mayor parte de fotografías que se veían no eran de gran calidad y, al igual que las pinturas realistas, eran muy criticadas. Los fotógrafos intentaron erróneamente conseguir que sus imágenes se asemejaran a la pintura, copiando composiciones y temática, además de intentar imitar la textura de los lienzos, o incluso pintando las fotografías. Fue el movimiento pictorialista, y los que formaron parte de él pronto se dieron cuenta de su error. Por otro lado los realistas se convirtieron en impresionistas huyendo de las peyorativas comparaciones con las imágenes fotográficas que los críticos y el público les hacían.


Sobre estas líneas, óleo del pintor francés Claude Monet. En “Boulevard des Capucines” de 1873 el contorno de los transeúntes en movimiento se pierde, tal como ocurría en las fotografías del mismo género. El punto de vista elevado, la elección del ambiente nevado como fenómeno climatológico y los fuertes contrastes dan a esta pintura el toque genuinamente impresionista.













Arriba, a la izquierda, y acercandonos en similitud a las fotografías que forman este proyecto, “Vista a Través de un Balcón” de 1880; primer plano totalmente original en pintura debido a la experimentación propia de las tendencias modernas. A la derecha, “Los Cepilladores de Parqué” de 1875; obra que fue la sensación de la segunda exhibición Impresionista en 1876. Debajo, “Tejados Bajo la Nieve” de 1878. Gustave Caillebotte, el autor de las pinturas, también formó parte del grupo impresionista, aunque su variación temática hacia lo cotidiano le colocara más cerca del realismo de Courbet.


A Vincent Van Gogh (1853-1890) a menudo se le confundía con el grupo de pintores impresionistas por la luminosidad cromática de su paleta, además de por su estilo de pincelada suelta y por el gusto de trabajar al aire libre. Es cierto que el joven holandés que llega a París en 1886 conoció este círculo, y probablemente le influyó tanto como pudo influirle el ardiente sol del mediodía francés en Arles, donde se instaló poco más tarde.
El desorden psíquico de Van Gogh encuentra desahogo en la pintura, desarrollando un lenguaje propio en el que la pasión expresiva de sus comienzos, de tonos terrosos y oscuros, encuentra un vehículo idóneo en los colores puros y en una pincelada rítmica, con lo que manifiesta sus estados de ánimo.
La particularidad de este pintor más interesante para este contexto histórico reside en su relación con lo cotidiano. De carácter introspectivo, Vincent Van Gogh pintó de manera frenética, sólo en sus dos últimos meses más de setenta cuadros, exclusivamente su limitado entorno. Muy pocos retratos, bastantes autorretratos, exteriores, interiores, innumerables paisajes y naturalezas muertas forman su extensa obra.


Arriba, “La Casa Amarilla”, casa del pintor Vincent Van Gogh en Arles, de 1888.



Arriba, una de las versiones que Van Gogh realizó de su propio dormitorio en Arles, de 1888. Al lado, “Grupo de Viejas Casas con la Nueva Iglesia en La Haya” de 1882; una de sus primeras pinturas antes de trasladarse a la soleada Francia. Debajo, “Fábrica en Asnieres” de 1887.






En la imagen superior, “Casa Blanca de Noche”. Debajo, “Calle en Auvers”. Las dos pinturas de 1890, en unos de sus paseos por los alrededores.

VISITAS A LA PÁGINA

Seguidores